5 consejos para viajar barato por Guatemala

Guatemala es uno de los países más baratos del continente. Desde el transporte hasta el alojamiento y la comida, es posible estirar muchísimo el dinero. Con estos 5 consejos, podrás ahorrar hasta el último centavo para viajar más y más tiempo.

Datos útiles:
La moneda de Guatemala es el Quetzal (Q). La tasa de cambio exacta la pueden ver acá.

Aproximadamente, $1 USD = Q8 GTQ

1- Come en los mercados (o cocina).

Es cierto que para comer con el menor dinero posible, lo mejor es cocinar. Si eres bueno calculando, podrás comprar los ingredientes para varios días y hacer únicamente un gasto. Pero, en el caso de que no tengas cocina, o un lugar dónde guardar los alimentos, la mejor opción se vuelve ir a los mercados. Además, no te perderás la experiencia de probar la comida local.

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Los ingredientes para hacer una pasta para dos personas (cebolla, ajo, una bolsa de pasta y tomates) costarán entre Q10 y Q15. Si en la cocina de tu hostel o anfitrión hay aceite y sal, es todo lo que necesitas. Lamentablemente, resulta más barato hacer la compra en un supermercado de cadena, aunque vale la pena gastar unos quetzales más para comprar en negocios locales.

En cuanto a la comida de los mercados, dejo los precios para platillos vegetarianos.

– Desayuno chapín: Q10 – Q20 (Huevo, frijoles, plátano, crema, queso. Generalmente incluye café o jugo).

– Comida completa: Q15 – Q25 (Un plato con arroz, frijoles, alguna ensalada de vegetales, tortillas y una bebida).

– Ejotes: Q2 – Q4 (Plato con cinco o seis ejotes capeados, arroz, frijoles y dos tortillas. No incluye bebida).

– Tortillas rellenas de frijol: 3 x Q1

– Torta de huevo. Q6 – Q8 (Una extraña combinación de huevo, frijoles y ¡sopa instantánea!)

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2- Viaja en “Chicken Bus”.

Pero cuando estés tratando con locales, asegúrate de llamarlos “camionetas”.  Generalmente un trayecto de una hora costará Q10. Depende del camino, de lo turístico de la zona y de la demanda de la ruta. Acá una lista general de precios.

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– La Mesilla (Frontera con México) – Huehuetenango. Q20.

– Huehuetenango – Todos Santos Cuchumatán. Q25. Los paisajes más hermosos que ví en Guatemala, están acá. Probablemente tendrás que cambiar en Tres Caminos.

– Huehuetenango – Quetzaltenango (Xela). Q20.

– Quetzaltenango – Chichicastenango. Q25. Tienes que cambiar de autobús en Los Encuentros.

– Chichicastenango – Panajachel (Lago Atitlán). Q11. Hay que cambiar en Los Encuentros y Sololá.

– Santiago Atitlán – Antigua. Q30. Hay que cambiar en Escuintla.

– Antigua – Ciudad de Guatemala. Q10.

– Ciudad de Guatemala – Frontera Las Chinamas (El Salvador). Q35. Prepárate para un viaje largo e incómodo.

– El Florido (Frontera con Honduras) – Chiquimula. Q20.

– Chiquimula – Santa Elena (pegado a Flores). Q100. ¡Ocho horas de viaje en un autobús lleno a morir!

 

3- Camina (mucho) hasta encontrar el mejor alojamiento.

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Esto obviamente si no estás haciendo CouchSurfing o similares.

Ni pienses en reservar por internet. Si lo que buscas es un lugar barato dónde dormir, vas a tener que caminar y preguntar en decenas de hostels y hoteles baratos. Sobre todo en los lugares turísticos, muchos precios van a estar infladísimos, pero siempre habrá alguna opción.

Otra opción es ir a buscar la oficina del INGUAT más cercana. Se trata del Instituto Guatemalteco de Turismo y siempre tienen recomendaciones de lugares a dónde ir para dormir, comer y visitar. Deja en claro desde el principio si tu presupuesto es muy limitado.

4- Si necesitas internet, hay varias opciones.

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Un truco que utilicé mucho fué buscar la oficina de Claro más cercana y sentarme afuera. Tienen Wi-Fi gratuito y sin contraseña.

Además, muchas plazas públicas tienen conexión gratuita, aunque puede llegar a ser muy lenta y no siempre funciona como debería.

Si estás pensando en comprar un café sólo para usar la conexión en tu celular, ¡detente! El café te costará como mínimo Q10, mientra que un chip de alguna de las tres compañías principales (Claro, TiGo y Movistar) cuesta entre Q15 Y Q25. Generalmente vienen con un paquete de datos activado, y podrás recargar desde Q1 para navegar durante un día. Probé Movistar y Claro y definitivamente me quedo con la última.

 

5- Regatea, y observa el precio que pagan los locales.

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Sí, esa mochila enorme no ayuda mucho a mezclarte con la gente del lugar. Guatemala es el lugar donde más sentí que me daban precios inflados sólo por ser extranjero.

Es también cuestión de sentido común el evitar comprar en los lugares llenos de turistas. Si lo que buscas es ropa usada (y muy barata), ve a Megapaca. Para recuerdos y artesanías, busca en el Mercado de Chichicastenango, ¡pero sólo durante las últimas horas de la tarde! En los mercados, venden bolsas de vegetales por Q10 que salen más baratas que si los compras por libra.

 

EXTRA-  El tema de las fronteras.

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En Guatemala, no hay que pagar ningún impuesto de salida ni entrada. Sin embargo, en las cuatro fronteras que crucé (con México, El Salvador, Honduras y Belice) me quisieron cobrar siempre.

Hay muchas maneras de evitar el “impuesto”, pero si quieres reir un rato, puedes decir que estás viajando de parte del INGUAT y necesitas comprobar los gastos con un recibo oficial.

Ahí la cara del oficial cambia. Como además los sellos tienen su nombre, seguro no les gusta la situación en la que los acabas de meter. Puede ser que te digan que justo llegaste cuando el banco está cerrado, o que puedes pagarlo en la próxima frontera, o que recién se les terminaron los tickets, pero mágicamente siempre te dejan pasar sin pagar un solo quetzal.

Lejos

Los comienzos siempre resultan complicados. El primer día en la escuela, en un trabajo, o en un lugar es siempre mucho más incómodo que los siguientes. En los viajes ocurre casi lo mismo.

Y digo casi porque las primeras horas de un viaje largo resultan todo menos incómodas. La emoción, la energía, las ilusiones y las expectativas hacen que todo parezca perfecto, y esa sensación de por fin estar cumpliendo un sueño (sea viajar o no), enmascara muchas emociones que salen a flote en cuanto todo se calma.

Los primeros dos o tres días de mi viaje por Centroamérica estuvieron sobresaturados: tomar autobuses aviones colectivos hacer autostop ver ruinas subir correr bajar acampar no parar. No tener tiempo para pensar en nada más que el viaje es lindo, pero inevitablemente termina siendo cansador. Y cuando se llega a ese punto en el que la zona de comfort es más cercana y aún parece una opción viable, puede llegar la primera crísis viajera.

Y ¿quién me mandó venir acá? es seguramente la primera pregunta que aparece. Cargar la mochila bajo el sol, esperar horas hasta que alguien frene en la ruta, no tener idea de dónde vas a dormir; todo eso a solo unas horas (o máximo unos días) de haber tenido una cama, una cocina, familia y amigos cerca puede traer dudas incluso mayores: ¿realmente viajar es lo mío?, ¿y si me paso todo el viaje triste? Haber cambiado de un mundo lleno de certezas a uno lleno de incertidumbres de un momento a otro no es fácil.

Y sin embargo, el tiempo pasa. El viaje sigue su curso y de a poco las imágenes de esa añorada zona de comfort se van desenfocando. Cuando el viaje se convierte en la rutina misma, las comodidades de casa van pareciendo cada vez más lejanas. Y lo normal deja de ser normal. El día a día ahora consiste en levantarse y -básicamente-, dejarse sorprender, en lugar de tener todo planeado. Los encuentros ocurren, las sorpresas no paran: el viaje se destraba y ahora corre como el agua. La mochila no se siente más como una carga, sino como la aventura a los hombros, la ruta no es más el cansancio de una larga espera sino la promesa de una nueva aventura.

Esas situaciones increíbles y maravillosas llegan con más frecuencia, y es en ese momento cuando sentimos que podríamos viajar toda la vida. ¡Sí, claro que viajar es lo mío! ¡No me quiero volver nunca! Las emociones se van asentando y mágicamente eso de vivir viajando vuelve a parecer una opción viable. Dicen por ahí que los humanos nos acostumbramos a todo.

El viaje en sí es una sucesión de emociones intensificadas. Porque no hace falta más que un disparador para que el ciclo comience de nuevo: un aroma, una situación, un pensamiento y estamos otra vez queriendo volver. Only know you’ve been high when you’re feeling low, dice la canción (sólo sabes que estuviste arriba cuando estás abajo). Debe ser inevitable (al menos para mí lo es) estar en esa rueda de la fortuna. Pero los mayores aprendizajes están allá, fuera de la zona de comfort. ¿A dónde llegaríamos, a quién conoceríamos, o qué aprenderíamos si nos quedaramos ahí, en nuestra casita confortable?

Al menos yo, seguiría pensando que de Honduras no salgo vivo, que a El Salvador mejor no hay que ir y que los guatemaltecos odian a los mexicanos. Hay que estar abierto, y aprender:

A desetiquetar.

A confiar.

A amar el camino.

A llorar.

A observar.

A sentir.

A dar.

A recibir.

 

Y sobre todo, hay que aceptar que pertenecemos a un grupo de personas que necesita el viaje para vivir. Que la quietud nos viene bien sólo en dósis limitadas. Que inevitablemente vamos a volver a salir y que el ciclo del viaje quizás no termine nunca.

En definitiva: hay que aprender a estar lejos.

Por una caída

Tengo que reconocer que a pesar de tener algún tiempo viajando, y de haber hecho otros recorridos anteriormente, aún me cuesta confiar totalmente en el destino. Es como que muy en el fondo sé que los desafíos terminan solucionandose tarde o temprano, pero siempre queda un poquito de ese ¿y si no se resuelve, qué?

Y como si el mismo universo conspirara para hacerme confiar cada vez más en él, los últimos días han estado cargados de eventos que ocurren justo en el momento ideal. La sincronicidad es una manera de definir cómo las que muchas veces llamamos casualidades son en realidad eventos premeditados por el destino.

En pocas palabras, y como siempre he oído a mi mamá decir. Todo pasa por algo.

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Cosas que ocurren si te caes de un chicken bus.

Me despierto temprano porque sé que me espera un día largo. La idea es viajar desde Antigua, Guatemala, hasta Santa Ana, El Salvador, en un mismo día. Camino hasta la terminal por las calles de una ciudad que me enamoró desde que llegué, y de la que me voy despidiendo con nostalgia. Cruzo el mercado que es siempre una feria de color y subo a la primera camioneta con los gritos de ¡Guate, Guate Guate, se va para Guate! de fondo. Hago malabares para poner la mochila grande en la parte de arriba mientras el conductor esquiva coches y baches, y me siento de lado (porque en las camionetas hay que sentarse de lado: el espacio para las piernas es demasiado chico para entrar derecho).

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Una hora después, el bus se acerca al Trébol: una enorme intersección de autopistas que precisamente tiene forma de trébol y es la parada no oficial de decenas de rutas de camioneta que llegan a la capital de Guatemala. Como supuestamente la parada es ilegal, hay que bajar rápido. Me apresuro a ponerme las mochilas y bajo no cuando el autobús frena (porque no frena nunca), sino cuando va a la menor velocidad posible.

Ahí, en una fracción de segundo, todo dió un giro. Mi pie izquierdo cayó justo en el borde de un hoyo en el pavimento, el peso de las mochilas empeoró las cosas y mi reacción inmediata para no caer terminó en un golpe peor. Hacía mucho tiempo que no sentía un dolor similar y lo más que pude hacer fue acercarme al costado de la carretera y sentarme.

Después de ver lo sucedido, un señor que está esperando otro colectivo se acerca. Me pregunta si necesito ayuda y si creo poder caminar. Por algún motivo el dolor disminuye rápidamente y me levanto sin muchos problemas. Le agradezco y sigo camino. A los pocos metros, me doy cuenta de que no voy a poder avanzar mucho más, el dolor se intensifica a cada paso y opto por terminar la cuadra y sentarme nuevamente en la banqueta.

Me quito las mochilas e intento revisar si el tobillo está hinchado, o si hay algún moretón. Dos minutos después se acerca una señora cargando un cachorro en una cobija, me pregunta si me caí y en cuanto le digo que sí, me da al perro, se sienta, y comienza a sobarme el tobillo. Me pregunta de dónde vengo y qué estoy haciendo. Después, así como por casualidad, comienza a hablarme del cristianismo.

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No sé aún en qué momento una curación voluntaria se volvió casi un ritual religioso. La señora se puso a rezar y en un momento ví que las lágrimas empezaron a correrle por los ojos. Segundos después sentí una tercera mano tocándome la cabeza: una vendedora de los puestos al costado del camino se acercó y ahora rezaba tan apasionadamente como la primera. Pedían que yo fuera aceptado en el reino de los cielos y repetían una y otra vez que había fiesta en el paraíso. ¿De qué me perdí, cómo una caída terminó así?

En cuanto terminaron las oraciones, Carmen: la vendedora -vestida toda de negro-, se despidió. Otra vez María y yo en la banqueta. Siguió intercalando consejos médicos con consejos espirituales (?), y me dijo que me acompañaría a la terminal de autobuses para que siguiera camino. Seguro es acá cerca, pensé.

Y me equivoqué. La estación de las camionetas estaba justo en la otra punta de la ciudad. Subimos a un colectivo, y por más que le quise dar el dinero, María no me dejó pagar. O sea, además de pagar su pasaje, que no hubiera nunca pagado, porque ella sólamente iba al Trébol, estaba pagando el mío. No sé, fué como que me costó creer que en la Ciudad de Guatemala, de la que tan mal me habían hablado, estuviera ocurriendo todo eso.

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Y más increíble fue cuando se subió al colectivo un predicador cristiano. Sospeché desde el principio que María no lo dejaría pasar así como así, y tenía razón. Le dijo que se acercara a mí, puso su mano sobre mi cabeza y dijo que yo quería ser aceptado en el reino de los cielos. ¿Que yo qué?

El predicador sonrió. Puso también su mano en mi cabeza, y comenzó a rezar. De un segundo a otro todo el colectivo se puso de pie. Sin la menor idea de qué hacer, agaché la cabeza y supuse que lo mejor era dejar que todo siguiera su curso (?). María me dijo que ella confiaba plenamente en dios, y que por eso estábamos sentados en los asientos que nadie utiliza: justo detrás del conductor. Me dijo que no es muy extraño que haya asesinatos de conductores, y normalmente los que van detrás siempre resultan lesionados. Un poco los pelos se me pusieron de punta. Yo me voy parado, le quise decir.

Pero no, llegamos sanos y salvos a la terminal. María hizo el trabajo de regateo por mí, y en segundos estaba a bordo del chicken bus que me llevaría hasta la frontera con El Salvador. ¿Qué frontera y en cuánto tiempo? Ni idea. Supongo que lo mejor es confiar.

¡Hola El Salvador!

¡Hola El Salvador!

De agua y volcanes: Lago Atitlán

Hay una habilidad que se va haciendo cada vez más presente con los viajes: la de la observación. Casi siempre, la rutina viajera es más o menos así: llegar a un lugar – ir con las mochilas a buscar dónde dormir – salir a pasear por el lugar. Llegamos a Panajachel, en una de las orillas del Lago Atitlán, e inmediatamente me dí cuenta de que acá esa rutina simplemente no aplicaba.

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Caminamos desde donde nos dejó la camioneta (si leyeron el post anterior sabrán que me refiero a los famosos chicken buses) hasta el muelle, y el pueblo parecía más un pedazo de alguna ciudad estadounidense que un lugar latinoamericano. Tiendas de souvenirs por todos lados, restaurantes de comida rápida, sombrillas y olor a bloqueador solar. No venimos para esto, me repetía junto con Gogo. Es muy cómodo eso de tener a la mano todo lo que se pueda necesitar, pero en algún punto de esa comodidad, el aprendizaje de los viajes se termina perdiendo.

Frenamos a la orilla del lago, y entendimos que de ahora en más tendríamos que mirar hacia el agua; observar sus detalles, ver el ir y venir de las lanchas y las olas, asombrarnos con los volcanes que forman un paisaje sacado de otro mundo. Teníamos que olvidarnos de recorrer el pueblo, y dedicarnos a estar.

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Caminamos un poco por la costera y nos detuvimos frente a una pupusería (como amo las pupusas). Estuvimos charlando con la dueña, que es salvadoreña y se nota que extraña mucho su país. Nos contó algo de su vida y nos dijo que El Salvador es un país hermoso para visitar. Nos quedamos un buen rato solamente viendo el lago, y luego caminamos un par de kilómetros a otro embarcadero, donde supuestamente pagaríamos el precio local por ir a nuestro próximo destino: San Marcos la Laguna.

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Si algo pudiera cambiar de Guatemala, sería la inflación de precios a los extranjeros. No sé si pase igual con todos los países, pero acá es impresionante ver como justo después de cobrar cinco quetzales a un local, te quieren cobrar cuatro veces más sólo por verte con las mochilas. Finalmente negociamos un precio razonable y fuimos al que quizás sea el pueblito más mágico del lago.

Apenas llegar, todo se volvió verde. Todas las paredes llenas de enredaderas, árboles a la máxima potencia y frutas como mangos y plátanos colgando de ellos. También vimos mucha influencia extranjera, pero parece que acá el exterior se acopló al lugar y no al revés. Algunos cartelitos de las esquinas están en inglés, y no es raro ver gente rubia por las calles, pero nada como las calles de Panajachel llenas de Mc Donalds, Burger Kings y tiendas con aire acondicionado.

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San Marcos la Laguna es quizás también el pueblo más silencioso del lago. Otros lugares como San Pedro o Santiago están volcados a la fiesta durante la noche: bares, antros y discotecas por todos lados. Acá no. San Marcos tiene seguramente más centros de meditación y salones de yoga por kilómetro cuadrado que cualquier otro lugar del país. Es un lugar para caminar tranquilamente, y -sobre todo-, para admirar la impresionante vista del lago y sus volcanes de fondo.

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El clima no ayudó mucho durante nuestra estadía en el lago. A partir de las cuatro de la tarde se ponía a llover y no paraba hasta el día siguiente. No pasamos demasiado tiempo ahí, pero realmente sentimos que conectarnos con la naturaleza del lugar fue la prioridad. El Lago Atitlán es uno de los lugares más mágicos de Guatemala, pero realmente hay que aprender a simplemente estar.

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Guatemala en un mercado

Me he dado cuenta de que los mercados son grandes escaparates de la vida de cada país. En México, visité decenas y comprendí un poco mejor su significado e importancia. Ahora que estoy recorriendo Guatemala, veo que la enorme complejidad de la sociedad del país se puede condensar un poco en los antiguos centros de comercio de cada una de las ciudades chapinas.

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Mi primer encuentro con los mercados guatemaltecos fue un tanto inesperado. Hicimos el viaje desde la frontera con México hasta Huehuetenango en una camioneta (nombre local para los chicken buses) y frenamos literalmente en medio del mercado de la ciudad.  Apenas salir, nos encontramos con cientos de señoras vendiendo mil y un productos. Entre el comercio y el caos, noté algunas particularidades que no había visto nunca -ni en México ni en ningún otro lado-, no solo acerca de los mercados, sino del país en general.

– En Guatemala, no existen las máquinas de tortillas. O si existen, no las he visto en quince días que llevo recorriendo el país. Las señoras aplaudiendo son sonido de fondo de todos los mercados (y de algunas esquinas en las ciudades). Me cuesta reconocerlo, pero a mi gusto las tortillas guatemaltecas son mejores que las mexicanas. Es muy lindo saber que cada una es distinta a la anterior, que son hechas por gente local, y que estarán presentes en cada uno de los menús del mercado. Además, hay tortillas rellenas de frijol (una delicia), y el precio es muy, muy bajo.

– El regateo está a la órden del día. Y el precio de las cosas parece disminuir de manera proporcional a la distancia entre el cliente y el vendedor. Por ejemplo, llegas a un puesto, preguntas por una chamarra, y el precio es de ochenta quetzales. Haces ademán de irte, y la señora dice que lo deja en setenta. Das el primer paso y son sesenta y cinco, y cuando parece que ya no hay vuelta atrás, oyes el que quizás sea el precio final: cincuenta. No me gusta mucho cuando regatear lleva a una ganancia mínima de un vendedor esforzado, pero creo que acá los precios iniciales están totalmente inflados, y los vendedores saben de antemano que ganarán incluso si lo venden a la mitad.

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– La telefonía es mucho más barata que en México. Un día entero de internet en el celular sale Q1 (quince centavos de dólar) y comprar un chip algo de Q20 (menos de tres dólares).  Veo los cartelitos y cuando convierto a pesos mexicanos no lo puedo creer. Además, al menos con ciertas compañías (como Claro, la que estoy usando), hay cobertura hasta en los pueblitos más metidos de la montaña. El día que nos encontramos con los chicos de una comunidad mam, uno de ellos se sorprendió cuando saqué la computadora, pero tenía un celular con paquete de internet y se la pasaba enviando mensajes por Facebook.

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– La gastronomía es parecida a la mexicana, pero tiene sus particularidades. Entrar al mercado es escuchar los gritos de ¡caldo de gallina, caldo de pollo, caldo de res, pollo frito, pollo dorado, pollo asado, pollo con pepián, pase adelante! Según entendí, el caldo de gallina tiene más grasa, y la carne es mas dura que la del pollo. El pepián es una salsa prehispánica hecha de chiles, ajonjolí y pepitoria, y acompaña a platillos con pollo o carne de res.

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Como se habrán dado cuenta ya, el pollo está por todos lados. Hay una cadena de restaurantes que se llama Pollo Campero y es difícil caminar más de cuatro cuadras sin toparse con uno. Sin embargo, los vegetarianos no tenemos demasiado por qué preocuparnos. Básicamente es llegar a algún puesto y decir que nos sirvan un platillo sin carne; el elemento sorpresa entra en juego acá. Me han servido desde remolacha hasta arroz, desde frijoles hasta verduras desconocidas. Siempre hay algo nutritivo y muy rico qué comer. Además, el precio por un menú entero (incluyendo fresco) generalmente está entre Q10 y Q15 (entre uno y dos dólares aproximadamente).

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– El vocabulario guatemalteco es muy divertido. Cuando oí el primer vos creí que había escuchado a algún argentino (siempre hay alguno cerca), pero no. Muchas veces conjugan los verbos con el voseo, y la palabra cabal no puede faltar como afirmación en toda frase. Abajo pongo algunas de las palabras que más se repiten por acá, con su traducción al mexicano (?).

  • Refacciones: Comida rápida, algo para comprar al paso. En inglés sería snack.
  • Bajodiagua: Lo dicen así, todo junto. Es cuando algo se hace de manera ilegal. Estábamos en la entrada al Volcán Pacaya y una de las empleadas de la tienda de souvenirs nos dijo que si regresábamos, fueramos con ella para entrar al Parque Nacional bajodiagua (sin pagar el boleto).
  • Camioneta. Ya lo había dicho, pero lo pongo acá igual. Escuchaba la palabra y no podía evitar imaginarme una Suburban, o una van en general. Las camionetas acá son los autobuses escolares estadounidenses, siempre pintados con diseños extravagantes.
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  • Chumpa. Una chamarra liviana. Estábamos platicando con una señora en Xela y nos decía que esa palabra fué la disparadora de su deportación cuando intentaba cruzar de México a Estados Unidos. Charlamos un buen rato y nos explicó que para los guatemaltecos es muy complicado (y necesario a la vez), imitar el habla mexicana para emprender el viaje hacia el país del norte.
  • Pisto. Dinero. En algunas partes de México, se le dice pisto a una bebida alcohólica, así que pueden surgir confusiones.
  • Pinchazo. Vulcanizadora. Si la llanta está baja, o agujerada, hay que ir al pinchazo para arreglarla.
  • Túmulo. Si estás en un pinchazo, posiblemente fué por pasar un túmulo demasiado rápido. En México se les llama topes, pero he oído que les dicen lomas de burro, o policías acostados (?). Son los reductores de velocidad que acá parecen aparecer de la nada en medio de la calle.
  • Fresco. Una bebida, generalmente agua de horchata o algun refresco (gaseosa). Generalmente está incluído en el precio de los menús.
  • Arequipe. La cajeta que en México va entre dos obleas, acá se llama arequipe.
  • Parqueo. Estacionamiento. En la zona de la frontera mexico-estadounidense, también se dice así. No me esperaba que estando tan al sur de EU, el spanglish volviera a aparecer.
  • Banano. Otra vez el spanglish en Guatemala.
  • Chévere. Un hot dog (¿quién es el del spanglish ahora?).
  • Manías. Cacahuates.

El día de los contrastes

Nuestro segundo día en Guatemala (estoy viajando con Gogo, un amigo también mexicano), fué tragicómico. Desde el amanecer hasta la puesta del sol fué una sucesión de eventos hermosos, mientras que la noche que le siguió se cuenta entre las peores que he vivido jamás.

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Despertamos temprano en Huehuetenango. La noche anterior habíamos vuelto al hotel no demasiado tarde y teníamos muchas energías por la emoción del nuevo país. Nos habían hablado muy bien de la región de los Cuchumatanes y decidimos ir cuando vimos que se trataba de una zona poco turística pero llena de paisajes hermosos. Abordamos la camioneta (como le llaman los locales a los chicken buses) unas cuadras al norte del parque central, y nos preparamos para un viaje incómodo pero con vistas increíbles.

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Fueron dos horas de camino hasta Tres Caminos, donde haríamos transbordo hasta la pequeña ciudad de Todos Santos Cuchumatán. La ruta pasó del verde frondoso de la selva a un césped que daba la impresión de estar cuidado por los mejores jardineros. La temperatura fue descendiendo conforme nosotros avanzábamos y al costado izquiero del autobus caían desfiladeros espectaculares que, además de dar un poco de miedo, complementaban las curvas y contracurvas que no paraban nunca.

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Pocas veces he sentido tanta emoción ante un paisaje. Es la sensación de mariposas en el estómago, de felicidad pura, de gratitud por poder estar viendo algo así de hermoso. La imágen mental que me había formado de Guatemala tenía más que ver con calor y selva que con frío y montaña, así que realmente me tomó desprevenido lo que ví por la ventanilla.

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Llegamos a Todos Santos y fuimos directo a la plaza principal. La niebla estaba muy baja y el ambiente era mágico. Bajamos por la calle de la iglesia y entramos al cementerio más colorido que ví jamás. Las tumbas de los niños pintadas de azul, y las de las niñas de rosa. Al lado de cada una de ellas, un vaso de agua, algo de comer, o un ramo de flores. Hilario Ramos, que falleció a la edad de ciento cuatro años, descansaba a un lado de Pablo Carrillo, quien no llegó ni siquiera al octavo mes de vida. El día iniciaba con contrastes y seguiría así hasta el próximo amanecer.

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A los pocos minutos de salir del cementerio, comenzó a llover. Me encanta la lluvia, pero estando de viaje, puede arruinar totalmente un día. Eso de caminar con las mochilas y la ropa empapados no es algo que se disfrute mucho, y menos cuando ni siquiera se tiene un techo donde dormir.

Deleitados por el paisaje, decidimos salir del pueblo y buscar algún lugar para acampar. Preguntamos a los locales y nos mandaron a una zona arqueológica que quedaba a unos quince minutos caminando por una subida pesadísima. Llegamos a la cima de una pequeña montaña y las vistas eran tan espectaculares que decidimos armar las carpas ahí mismo; en dos minutos ya estabamos dentro. Saludamos a todo aquel que pasara cerca para asegurarnos de que los vecinos no tendrían problema con que acamparamos ahí, y no hubo quien no respondiera con una enorme sonrisa. Un poco más tarde, la lluvia paró, y salimos de nuestras casas.

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En cuanto abrimos los cierres, un grupo de chicas se acercó. Reían mucho, medio que se escondían de nosotros, pero al final nos saludaron y comenzamos a charlar. La mayor se llama Yulisa, nos dice que tiene dieciocho años, y que estudia la preparatoria pero hoy no tuvo clases, al igual que su mejor amiga Elisa. Hablan entre ellas en lengua mam y se ríen cuando hacemos cara de no entender nada. Al poco tiempo llega María, que tiene catorce años. Todas van a la misma escuela, y como viven muy cerca, salen a jugar a la pelota al lugar donde estamos acampando.

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Al poco tiempo, estamos riendo todos a carcajadas. Nos preguntan por qué hablamos español si somos gringos, por qué salimos de México para viajar, y por qué dormimos en esas cosas raras. Nosotros queremos saber más de su vida cotidiana, así que no dudamos en preguntar también.

Charlamos de mil y un temas. Al rato llega Santos, que se une también a las risas y se dedica a espantar la oveja que viene a morder el hilo de mi tienda. Es un día muy alegre, estamos todos compartiendo y el grupo se hace cada vez más grande. No entendemos una palabra de lo que dice Santos, pero la sonrisa hace de lenguaje universal. Sacamos la Lonely Planet y Yulisa nos dice que el diccionario mam al final de la guía no tiene nada que ver con lo que hablan ahí. Gogo se pone a jugar fútbol con María y yo saco la cámara para hacer algunas fotos.

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Unos minutos después, Ángel se une al grupo. Debe tener unos diez años de edad y tiene una sonrisa enorme en la cara. También nos pregunta si sabemos inglés, y en cuanto le digo que sí, nos empieza a preguntar la traducción de decenas de palabras. Voy a buscar dónde anotar y lleno dos cartas con un pequeño diccionario improvisado. Con lo que me pregunta, abro un poquito la ventana hacia su mundo cotidiano. Palabras como lámina, leña, oveja, cabra, cargar y montaña son las primeras que pasan por la cabeza de un chico en medio de los Cuchumatanes guatemaltecos.

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Pasa tan rápido el tiempo que de pronto empieza a oscurecer, Maria nos pregunta si no tenemos miedo de dormir ahí, y -un poco preocupados- queremos saber si deberíamos. Nos dice que sí, que en la noche se aparece el diablo y se escucha la llorona. Volteo a ver a Gogo y creo que pensamos lo mismo: mientras sean diablos o lloronas todo está bien. Por las dudas, le preguntamos a Yulisa si es seguro acampar donde estamos y nos dice que sí.

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Después de una sesión improvisada de fotos, nos despedimos de todos y entramos a las carpas. Estamos muy alegres, pero cansados, y lo único que queremos es dormir. Fué un día increíble. Lo que nadie nos dijo (en realidad sí nos dijeron pero no hicimos mucho caso), es que estábamos acampando en uno de los lugares más fríos de toda Guatemala. Yo me puse dos pares de calcetines, unos jeans, dos playeras y una chamarra grande, además de meterme en la bolsa de dormir; pero nada de eso evitó que la temperatura nos calara hasta en los huesos.

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Dormimos unas tres horas despertandonos cada veinte minutos por el frío. Eran más o menos las doce de la noche cuando desperté y cambié de posición. Obviamente la bolsa de dormir hizo ruido, y entonces escuché el sonido más aterrador que puedan imaginar: el ladrido de un perro gigante a menos de un metro de donde estaba durmiendo.

Quedé petrificado. No podía (ni quería) moverme un milímetro más. Giré la cabeza y me encontré con la nariz de otro perro a veinte centimetros de mi cara. Se me cruzó por la cabeza la imágen de Gogo siendo atacado y sentí un miedo indescriptible. El perro grande volvió a ladrar y esta vez le respondieron al menos otros cinco desde algún lugar lejano. Si tan solo uno se decidía a atacar, estábamos perdidos. Rogué por que Gogo tampoco hiciera ningun ruido, y seguimos en la misma posición por al menos diez minutos, que parecieron días enteros.

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Mientras los dos perros daban vueltas entre las tiendas, juré que no volvía a acampar jamás. Hubiera dado todo con tal de teletransportarme a mi cama y olvidarme de lo que estaba pasando. No sé si hubiera podido llorar, pero el miedo que sentía me erizó los pelos de la piel, y me puso a temblar como nunca. Cuando los perros parecieron alejarse, no supe si sentir alivio o preocuparme por si venían más. Entonces le hablé a Gogo.

Creo que nunca oí voces más temblorosas en mi vida. Tanto él como yo estabamos TAN asustados que no podíamos ni armar una frase correctamente. Como pudimos, decidimos que lo mejor sería desarmar todo rápidamente e ir a buscar ayuda al pueblo. Tardamos una eternidad en salir de las carpas, y fuí yo quien desmontó primero. Mientras Gogo alumbraba los alrededores, yo desarmaba mi tienda y metía todo a la mochila sin el menor órden. Queríamos salir de ahí lo más rápido posible. En cuanto terminé, tomé la linterna, y fué su turno de desarmar. Cuando alumbré por detrás de un árbol, vimos al perro que había estado oliendo mi carpa. Otra vez terror extremo.

Afortunadamente, el perro permaneció un rato parado donde mismo, y después se alejó por la montaña. Gogo había terminado, y ahora iniciaba la caminata hacia abajo. Sabíamos que si nos encontrábamos con los perros en la ruta, los que tenían la última palabra serían ellos. Cada sonido nos aterrorizaba, y cuando llegamos a la calle principal, vimos que todos los hoteles estaban cerrados. Seguimos caminando y la vimos: nuestra salvación.

Era un edificio amarillo. Las letras blancas decían Municipalidad de Todos Santos y en cuanto llegamos supimos que ese sería nuestro refugio por la noche. Cuando el policía se acercó supe que tendríamos mucho que explicar, pero que finalmente tendríamos un lugar relativamente seguro para esperar el amanecer. Le contamos la historia y se portó mucho más amable de lo que esperábamos. Nos dijo que podíamos dormir ahí, y que no había problema incluso si queríamos usar el baño.

Recién entonces pude hablar con Gogo. Estábamos tan concentrados sacándonos de la situación que no habíamos tenido la oportunidad de charlar. No podíamos creer lo que acababa de pasar. Unas horas antes estábamos pasándolo increíble con chicos de una comunidad mam y hacía solo minutos experimentábamos el peor miedo de nuestras vidas. Afortunadamente sabíamos que el primer autobus rumbo a Huehuetenango partía a las cuatro de la mañana. No teníamos tanto tiempo de espera.

El reloj marcó las cuatro y abordamos. Vimos el amanecer desde el bus, y supimos que la noche anterior no la íbamos a poder olvidar jamás. Una campaña turística de Guatemala utiliza el eslógan Lecciones de Vida, y creo que nunca estuvo mejor aplicado que ese día: el día de los contrastes.

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¡Hola Guatemala!

Hace ya algunos años que tenía en la cabeza la obsesión por conocer Guatemala. Vivo en México, y tener un vecino al sur con tantos pueblos, ciudades, volcanes, lagos y personas por conocer significaba que algún día tendría que ir. Soñaba despierto con relajarme en el Lago Atitlán, caminar por las callecitas adoquinadas de Antigua y ver la bandera blanquiazul ondeando en lo alto de los edificios.

La primera vez que realmente me planteé viajar a Guate, fue estando con un amigo. Me preguntó a dónde viajaría si pudiera teletransportarme en ese momento y respondí a Guatemala sin pensarmelo mucho. También sin mucha meditación, él me dijo vamos. Y bueno, acá estamos, unos meses después, escribiendo desde San Marcos la Laguna, en el Lago de Atitlán.

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Primeras impresiones: De nerviosismo, oficiales corruptos y mucho calor.

El tres de junio viajamos desde San Cristóbal de las Casas hasta Ciudad Cuauhtémoc -la última ciudad mexicana antes de pasar al lado guatemalteco. Yo estaba muy preocupado porque según había leído, los oficiales de migración pueden pedir decenas de papeles para que un menor de edad pueda cruzar la frontera solo. Había hecho todo lo que estaba en mis manos, pero si salían con que necesitan una carta consular o algun documento extraño, no quería imaginar qué pasaría.

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Cuestión que el autobus se detuvo justo en frente de la oficina del INM (migración mexicana). Entramos y saludamos al único oficial que estaba ahí. Yo le dije que queríamos el sello de salida de México; tomó los pasaportes y sin siquiera ver la foto, sacó el sello y los estampó. Primera etapa: superada. Si no supo ni cómo me llamo ni si el pasaporte está vigente, menos se fué a enterar que soy menor de edad. Con un peso menos en la espalda, salimos de la oficina y tomamos un taxi que por menos de un dólar nos dejó en la línea fronteriza: un verdadero caos entre cambistas, vendedores y tuk-tuks.

Los primeros cartelitos de “Bienvenidos a Guatemala” me emocionaron mucho. Nunca creí que los vería cara a cara, que en unos minutos estaría pisando suelo chapín, que viajaría -primero con Gogo– y después solo, por el país del corazón del mundo maya. Cargamos las mochilas y cruzamos a Guatemala así, como Pedro por su casa.

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La frontera es un descontrol total; todo mundo puede ir y venir sin que a nadie le importe nada. Nosotros decidimos hacerlo todo legal y fuimos a la oficina de migración guatemalteca. Otra vez los nervios. Entramos y le dijimos al oficial que queríamos el sello de ingreso al país. En la oficina vimos muchas banderitas blanquiazules, un retrato del presidente Otto Perez Molina, dos computadoras y otros dos oficiales. Esta vez, uno de ellos se llevó los pasaportes y empezó a teclear datos en la computadora. Yo me quería morir. Ya está, se da cuenta de que soy menor de edad y me pide un papel que seguro no traigo. Adiós Guatemala. De vuelta a México y a ver ahora qué hago.

Unos eternos segundos después, saca de un cajón el ansiado sellito azul y estampa los pasaportes. Se acerca y nos dice que tenemos noventa días para recorrer el país.

Luego llegó el esperado intento de timo: casi en secreto nos dijo que debíamos abonar veinte pesos por persona (poco más de un dolar y medio). Yo ya había leído experiencias similares de otros viajeros y sabía que todos los trámites deberían ser gratuitos. Le contesté -asegurándome de que todos en la oficina me oyeran- que no iba a pagar nada a menos que me diera un recibo. Medio que se asustó y me dijo -otra vez en voz muy baja-, que no me preocupara, que lo pagara a la salida del país. Le agradecimos y salimos a la calle.

Un poquito enojados por el “impuesto”, ¡llegamos a Guatemala! Creo que eso de haber cruzado tantas veces la frontera entre México y Estados Unidos (una de las más estrictas del mundo) me hizo una imágen en la cabeza muy distinta de la realidad de otros puertos fronterizos.

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Preguntamos cómo llegar a Huehuetenango -la primera ciudad guatemalteca a visitar- y nos mandaron a caminar por una calle en subida llena de puestos de ropa, pollo frito, alquiler de teléfonos (?) y hoteles baratos.

Y empieza el viaje: Crónicas desde un Chicken Bus.

Lo ví de reojo mientras íbamos caminando con las mochilas. Yo estaba exhausto entre tanto calor, olor a aceite y peso en la espalda. Se acercó y oímos más claros los gritos de ¡Huehue, Xela, se va para Huehue, Xela! Le dije a Gogo “supongo que acá subimos” y creo que se rió más que yo. Un autobus escolar pintado de los colores más brillantes que pudieramos imaginar subía por la calle echando un humo negro con olor a diesel. Luego me enteraría que ese olor tan particular es uno de los olores de Guatemala; está en todas las ciudades, pueblitos y parajes del país. Colgado de uno de los costados del autobus, el copiloto gritaba los nombres abreviados de los destinos (Huehue para Huehuetenango, Xela para Quetzaltenango, Reu para Retalhulheu y Toto para Totonicapán, por ejemplo).

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Preguntamos el precio y fuimos felices. Veinte quetzales (menos de tres dólares) por un viaje de dos horas: para los estándares mexicanos, una ganga. Subimos, y -creo yo- en ese momento comenzó realmente el viaje por Guatemala.

Después de terminar trabajosamente de subir la empinada calle desde la frontera, el autobus comenzó a ganar velocidad; en asientos para dos personas caben cuatro, las bocinas no conocen niveles máximos de volúmen y los paisajes son los más lindos que ví en mucho tiempo. La ruta es curva tras curva con una pendiente constante, y es que desde la frontera hasta Huehuetenango hay una diferencia de altitud de más de dos mil metros sobre el nivel del mar. La propaganda política está hasta en las piedras (literalmente, pintan las rocas de los cerros con emblemas de los partidos), hay mucho verde y la temperatura va descendiendo poco a poco.

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Por la ventanilla se ven escenas de la vida diaria que condensan un poco de lo que es este hermoso país: señoras llevando a sus ovejas a pastar, vendedores de plátano frito y palabras como pinchazo, túmulo y parqueo que se suman al vocabulario chapín del que muy poco sabemos aún.

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También vimos muchas banderitas estadounidenses ondenando por ahí: luego nos enteraríamos de la enorme cantidad de guatemaltecos que viajan al país del norte y son deportados -algunos inmediatamente, otros después de muchos años- de vuelta a Guatemala. Si el llamado sueño americano es tema diario de conversación en México, acá está mucho más presente.

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Con los nervios hechos un desastre por las maniobras del conductor, las distancias mínimas entre autobuses enormes a gran velocidad y los omnipresentes bocinazos sin motivo aparente, llegamos a Huehuetenango: una ciudad al sur de la Sierra de los Cuchumatanes. Bajamos del autobus y nos sumergimos directamente en un mercado: nuestro primer mercado guatemalteco.

De mercados, hoteles horribles y aguaceros que unen.

Creía que después de haber visto los mexicanos, ningun mercado extranjero iba a poder soprenderme. Estaba muy equivocado: en Guatemala, un mercado es la definición del amontonamiento, el regateo, el caos, el color y la cultura en su máxima expresión. El autobus desde la frontera paró literalmente en medio del de Huehuetenango, y fué como una sacudida de nuestros cinco sentidos. Merecería un libro entero la cultura del mercado en Guatemala.

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Pagamos veinte quetzales por una habitación doble. El hotel estaba a una cuadra del parque central y estabamos tan cansados de cargar las mochilas que ni siquiera revisamos que estuviera limpio. Cuando ví el primer bicho corriendo entre las sábanas, se me ocurrió una opción que seguramente nos salvaría de piquetes posteriores: armar la carpa encima de la cama. Como mi casa de campaña es individual, y se arma en menos de un minuto, no es demasiado problema hacerlo, y es una protección asegurada contra cualquier animal de hotel barato.

Con la carpa armada y la emoción del nuevo país, salimos a caminar por ahí. Dimos una vuelta por la iglesia, por el parque, y después bajamos por una callecita secundaria. De la nada comenzó a llover como nunca y nos refugiamos en una esquina techada. Ahí, al lado, estaba Lizandro. Lo saludamos y la conversación inició así nomás. Nos dijo que era procurador de abogado, que tenía setenta años, y que seguía estudiando la universidad. Supe que íbamos a tener una gran experiencia con la gente guatemalteca cuando nos dijo que le gustaba recibir estudiantes en su casa; nos decía que nunca es tarde para aprender y ¡qué cosa más cierta!

Lizandro estudió varios años de la carrera de derecho en la misma clase que su hija. Nos dijo que ella avanzó más rapido, pero que él quiere titularse aunque sea la última cosa que haga. Sacó su libro del maletín y quizo mostrarnos lo que estudia. Realmente fue una conversación muy agradable, que alivió bastante la tensión que teníamos por lo que nos habían dicho de Guatemala. Coincidimos en que los mejores encuentros se dan así, por casualidades tan simples como un aguacero que reune a un cierto grupo de personas, en un cierto sitio, a una cierta hora.

Y seguimos viaje por Guatemala, con ganas de menos aguaceros pero más encuentros lindos con la excepcionalmente amable gente chapina.