Por una caída

Tengo que reconocer que a pesar de tener algún tiempo viajando, y de haber hecho otros recorridos anteriormente, aún me cuesta confiar totalmente en el destino. Es como que muy en el fondo sé que los desafíos terminan solucionandose tarde o temprano, pero siempre queda un poquito de ese ¿y si no se resuelve, qué?

Y como si el mismo universo conspirara para hacerme confiar cada vez más en él, los últimos días han estado cargados de eventos que ocurren justo en el momento ideal. La sincronicidad es una manera de definir cómo las que muchas veces llamamos casualidades son en realidad eventos premeditados por el destino.

En pocas palabras, y como siempre he oído a mi mamá decir. Todo pasa por algo.

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Cosas que ocurren si te caes de un chicken bus.

Me despierto temprano porque sé que me espera un día largo. La idea es viajar desde Antigua, Guatemala, hasta Santa Ana, El Salvador, en un mismo día. Camino hasta la terminal por las calles de una ciudad que me enamoró desde que llegué, y de la que me voy despidiendo con nostalgia. Cruzo el mercado que es siempre una feria de color y subo a la primera camioneta con los gritos de ¡Guate, Guate Guate, se va para Guate! de fondo. Hago malabares para poner la mochila grande en la parte de arriba mientras el conductor esquiva coches y baches, y me siento de lado (porque en las camionetas hay que sentarse de lado: el espacio para las piernas es demasiado chico para entrar derecho).

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Una hora después, el bus se acerca al Trébol: una enorme intersección de autopistas que precisamente tiene forma de trébol y es la parada no oficial de decenas de rutas de camioneta que llegan a la capital de Guatemala. Como supuestamente la parada es ilegal, hay que bajar rápido. Me apresuro a ponerme las mochilas y bajo no cuando el autobús frena (porque no frena nunca), sino cuando va a la menor velocidad posible.

Ahí, en una fracción de segundo, todo dió un giro. Mi pie izquierdo cayó justo en el borde de un hoyo en el pavimento, el peso de las mochilas empeoró las cosas y mi reacción inmediata para no caer terminó en un golpe peor. Hacía mucho tiempo que no sentía un dolor similar y lo más que pude hacer fue acercarme al costado de la carretera y sentarme.

Después de ver lo sucedido, un señor que está esperando otro colectivo se acerca. Me pregunta si necesito ayuda y si creo poder caminar. Por algún motivo el dolor disminuye rápidamente y me levanto sin muchos problemas. Le agradezco y sigo camino. A los pocos metros, me doy cuenta de que no voy a poder avanzar mucho más, el dolor se intensifica a cada paso y opto por terminar la cuadra y sentarme nuevamente en la banqueta.

Me quito las mochilas e intento revisar si el tobillo está hinchado, o si hay algún moretón. Dos minutos después se acerca una señora cargando un cachorro en una cobija, me pregunta si me caí y en cuanto le digo que sí, me da al perro, se sienta, y comienza a sobarme el tobillo. Me pregunta de dónde vengo y qué estoy haciendo. Después, así como por casualidad, comienza a hablarme del cristianismo.

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No sé aún en qué momento una curación voluntaria se volvió casi un ritual religioso. La señora se puso a rezar y en un momento ví que las lágrimas empezaron a correrle por los ojos. Segundos después sentí una tercera mano tocándome la cabeza: una vendedora de los puestos al costado del camino se acercó y ahora rezaba tan apasionadamente como la primera. Pedían que yo fuera aceptado en el reino de los cielos y repetían una y otra vez que había fiesta en el paraíso. ¿De qué me perdí, cómo una caída terminó así?

En cuanto terminaron las oraciones, Carmen: la vendedora -vestida toda de negro-, se despidió. Otra vez María y yo en la banqueta. Siguió intercalando consejos médicos con consejos espirituales (?), y me dijo que me acompañaría a la terminal de autobuses para que siguiera camino. Seguro es acá cerca, pensé.

Y me equivoqué. La estación de las camionetas estaba justo en la otra punta de la ciudad. Subimos a un colectivo, y por más que le quise dar el dinero, María no me dejó pagar. O sea, además de pagar su pasaje, que no hubiera nunca pagado, porque ella sólamente iba al Trébol, estaba pagando el mío. No sé, fué como que me costó creer que en la Ciudad de Guatemala, de la que tan mal me habían hablado, estuviera ocurriendo todo eso.

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Y más increíble fue cuando se subió al colectivo un predicador cristiano. Sospeché desde el principio que María no lo dejaría pasar así como así, y tenía razón. Le dijo que se acercara a mí, puso su mano sobre mi cabeza y dijo que yo quería ser aceptado en el reino de los cielos. ¿Que yo qué?

El predicador sonrió. Puso también su mano en mi cabeza, y comenzó a rezar. De un segundo a otro todo el colectivo se puso de pie. Sin la menor idea de qué hacer, agaché la cabeza y supuse que lo mejor era dejar que todo siguiera su curso (?). María me dijo que ella confiaba plenamente en dios, y que por eso estábamos sentados en los asientos que nadie utiliza: justo detrás del conductor. Me dijo que no es muy extraño que haya asesinatos de conductores, y normalmente los que van detrás siempre resultan lesionados. Un poco los pelos se me pusieron de punta. Yo me voy parado, le quise decir.

Pero no, llegamos sanos y salvos a la terminal. María hizo el trabajo de regateo por mí, y en segundos estaba a bordo del chicken bus que me llevaría hasta la frontera con El Salvador. ¿Qué frontera y en cuánto tiempo? Ni idea. Supongo que lo mejor es confiar.

¡Hola El Salvador!

¡Hola El Salvador!

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